Empuñadura de plata
Su espalda encorvada, su brazo empuñando fuerte un bastón. Unas zapatillas de terciopelo en sus pies, y una peineta pequeña de concha, en sus cabellos plateados para sujetarlos cuando el viento los agita. Una chaquetita de lana suave, por si refresca, y un vestido con el fondo negro y lunares blancos. Así recorría los jardines de la residencia en donde vive desde hace más de cinco años. Se había quedado viuda y sin hijos que pudieran recogerla. Los servicios sociales buscaron para ella una residencia dentro del mismo lugar en donde había vivido toda su vida.
Era amable con todo el mundo, cariñosa con sus compañeros y siempre dando las gracias a las enfermeras que les cuidaban; querida por todos y siempre con una sonrisa en los labios. Buscaba un banco en el que sentarse a tomar algo de sol, ya que el verano había terminado y se avecinaba el otoño. Era delgadita y por tanto con pocas calorías . Comía como un pajarito. Así es Celia, conocida y apreciada por todos. Gustaba de que el sol le diera en la cara. Cuando encontraba el lugar deseado, se sentaba, levantaba la cabeza y entornaba sus ojos. Algunas veces se quedaba dormida, hasta que alguna enfermera iba a por ella para llevarla al comedor para el almuerzo.
Después subía a su habitación y se echaba una siesta, no más de quince minutos " porque si me excedo no dormiré por la noche", solía comentar. Otras veces pensaba ¿ Que tenía que pensar a su edad? La decía alguna compañera de sus mismos años. La gustaba recordar su juventud. Sus quince años lúcidos y hermosos, porque fue una mujer bella.
Recibió una exquisita educación. Pertenecía a una familia adinerada y destinada a casarse con alguien importante, aún en contra de ella. Pero así eran las cosas hace años. En las reuniones que hacían sus padres, más para buscarla marido que por distracción, le hacían tocase el piano, y hasta entonase alguna melodía con una bonita voz educada para la música.
Se casó, a remolque, pero terminó amando a su marido porque era un hombre bueno que la quiso mucho y la respetó más, pero murió demasiado pronto, dejándola viuda en plena juventud. Volvió a vivir con sus padres, pero ya no tenían autoridad para gobernar su vida, así que decidió vivir a su aire y disfrutar de la vida que antes no pudo, claro, una vez que se alivió el luto por su difunto.
Solía acudir a una chocolatería y allí reunirse con alguna amiga, y después, paseando, regresaba de nuevo a casa. En una mesa contigua, estaban dos parejas con las que había coincidido algunas veces, pero que hasta ese momento nunca se había fijado. Pero la última tarde que estuvo con sus amigas, algo llamó su atención, e hizo que girara la cabeza en dirección a donde estaban las parejas vecinas. Uno de los muchachos, de penetrantes ojos negros, la miraba fijamente. Miró a su alrededor porque no creía que fuese a ella a quién miraba: nunca le había visto antes. Pero no. Era a Celia a quién miraba sin importarle estar acompañado por otra bonita muchacha.
Recordaba que se ruborizó al comprobarlo, y que además sus amigas se dieron cuenta , buscando también ellas con la mirada qué era lo que había producido su sonrojo, hasta que dieron con el causante. Era un hombre que erguido la miraba insistentemente, y apoyaba su mano sobre un bastón con empuñadura de plata con la cabeza de un perro galgo. En voz muy baja, la preguntaron si le conocía. Ella negó con la cabeza.
- Nunca le he visto. En mi vida. No sé quién es. Seguro que piensa que soy otra persona, porque no lo entiendo.
Decidieron regresar a sus casas respectivas que no estaban lejanas unas de otras. La última era la de Celia. Intrigada no podía quitar de su cabeza la insistente mirada de aquel guapo hombre, y su fantasía volaba pensando en sabe Dios qué cosas.
Estaba a punto de llegar al portal, cuando unos apresurados pasos se pusieron a su altura: era el guapo mozo que la había seguido. Ella se asustó y aceleró sus pasos. Entró rápidamente en el portal algo asustada, pero ya en su habitación, discretamente, corrió los visillos de la ventan para ver si el intruso allí seguía. Y efectivamente, permanecía en la acera mirando en dirección al edificio, buscando quizás la iluminación en alguna ventana.
Pasaron los días, sin que nada alterase su pacífica vida, olvidando la anécdota. Pasó más de un año y un día en el periódico leyó el anuncio de compromiso de un indiano llegado de Cuba con una señorita de la buena sociedad de Madrid. Se fijó en la cara del hombre y entonces le reconoció: era el hombre de la chocolatería y el que la había seguido hasta su casa. Pero ¡ hacía tanto tiempo ! Y resultó que iba a casarse. Probablemente lo que buscaba era alguna novia y desconocía las costumbres para su búsqueda en la sociedad de la época.
Buscó ávidamente el nombre de la iglesia en la que se casarían y la curiosidad pudo más que nada y allí acudió el día y a la hora fijada para el enlace. A nadie dijo nada, ni siquiera a su mejor amiga y confidente. Estaba intrigada y pensó que había sido una lástima no haberse conocido, porque quién sabe...
- Es muy guapo - se dijo - Pero él no insistió y yo me asusté. Bueno, eso ya quedó en el olvido, pero iré y les veré casarse. Siento intriga por conocer quién será su esposa.Desde luego conocida no es, ya que lo hubiera visto en los Ecos de Sociedad del periódico.
Fue a la iglesia y se puso en uno de los bancos, cercanos al altar mayor desde el que no perdería nada de la ceremonia. Y pasado un buen rato, entró el novio dando el brazo a una señora, a todas luces debía ser la madrina. Se situaron a un lado del altar. Los acordes de una marcha en el órgano de la iglesia, anunciaba a todos, que la novia hacía su entrada en la iglesia del brazo de su padre y padrino. Celia se puso de pié para no perder detalle . Al hacerlo, el novio se fijó en su silueta y la reconoció; tuvo que darle un ligero codazo la madrina, para que fijara la vista en la novia que ya llegaba al altar.
Por un instante, sus ojos se cruzaron, fue un segundo, pero sintió que los de él parecía abrasarla. No sabía por qué pero se puso nerviosa. Ya iniciada la ceremonia, decidió salir de la iglesia; estaba azorada ¿ por qué ? ¿ qué significaba que él la mirase de esa forma ? ¿ la conocía y ella no lo sabía ?
Al llegar dió una excusa a sus padres y se encerró en su habitación. Tumbada en la cama, dejó volar su imaginación, pensando en mil historias que podrían haber dado lugar a lo que ella percibió en aquella iglesia. Pero todo fueron imaginaciones y quién sabe si ilusiones de su solitaria vida. No volvieron a verse, ni coincidir en ningún sitio, pero guardó en su memoria aquél recuerdo tan inquietante.
Suavemente una mano se posó en su hombro para despertarla:
- Celia cariño, tenemos que entrar. Está refrescando y es la hora de la comida. Apóyate en mi. ¡ ¿ Te habías quedado dormida ?- la dijo la enfermera
- Si, hija. ¡ Se estaba tan bien al solecito ! que me entró sueño.
Sentada en un sillón frente al televisor, todos seguían con interés una telenovela de mucho amor interpretada por actores colombianos. Unos dormitaban otros no perdían de vista la pantalla, y otros hablaban entre sí, pasando olímpicamente de la televisión. Celia estaba sentada frente a la puerta de entrada al salón y desde allí, vio que traían a un nuevo inquilino, ya que hasta entonces no lo había visto. Se puso las gafas para ver mejor y se quedó sorprendida. En una de sus manos portaba un bastón con la empuñadura de plata que era la cabeza de un perro galgo. El llevaba la cabeza baja y su pelo era blanco totalmente. Detrás venía una mujer de unos cincuenta años que parecía ser algún familiar. Se dirigieron a los ascensores y en uno de ellos entraron. Celia se levantó lentamente y fué en la misma dirección pero fijándose en el piso en que se detenía
- Tercera planta - dijo en voz baja-. Es una casualidad. No puede tratarse de la misma persona- se dijo.
No le bajaron para cenar, pero ella antes de retirarse a dormir, quiso preguntar a la enfermera que le había llevado la silla de ruedas, en qué habitación estaba. Y se encaminó a ella: la 302. Con los nudillos, suavemente llamó a la puerta, y desde dentro la respondieron:
- Adelante. Pase quién sea- contestaron.
Y entró, y ambos se miraron fijamente. Él la había reconocido y ella se convenció de que se trataba de la misma persona. Una luz de alegría iluminó la cara del anciano que permanecía sentado junto a la ventana viendo el jardín iluminado por las farolas
- ¡ Eres tú ! Con tanto como te busqué...- es lo que dijo la dijo.
- Perdona ¿ Nos conocemos ? ¿ Eres... ?
- Si, lo soy...
No dijeron nada más. Ambos sabían a quién se referían. Desde aquél día era Celia quién manejaba su silla de ruedas y juntos paseaban por la residencia, felices de haberse encontrado al cabo del tiempo. El la confesó que había estado enamorado de ella toda su vida, que aquél día quiso hablarla, pero que ella huyó de él y nunca volvieron a verse, hasta que en la iglesia se encontraron, cuando ya era demasiado tarde. Pero ahora la vida les había reunido dándoles una oportunidad, la última, pero sería el final más feliz de todos.
Autora: #1996rosafermu
Derechos de autor reservados.
Era amable con todo el mundo, cariñosa con sus compañeros y siempre dando las gracias a las enfermeras que les cuidaban; querida por todos y siempre con una sonrisa en los labios. Buscaba un banco en el que sentarse a tomar algo de sol, ya que el verano había terminado y se avecinaba el otoño. Era delgadita y por tanto con pocas calorías . Comía como un pajarito. Así es Celia, conocida y apreciada por todos. Gustaba de que el sol le diera en la cara. Cuando encontraba el lugar deseado, se sentaba, levantaba la cabeza y entornaba sus ojos. Algunas veces se quedaba dormida, hasta que alguna enfermera iba a por ella para llevarla al comedor para el almuerzo.
Después subía a su habitación y se echaba una siesta, no más de quince minutos " porque si me excedo no dormiré por la noche", solía comentar. Otras veces pensaba ¿ Que tenía que pensar a su edad? La decía alguna compañera de sus mismos años. La gustaba recordar su juventud. Sus quince años lúcidos y hermosos, porque fue una mujer bella.
Recibió una exquisita educación. Pertenecía a una familia adinerada y destinada a casarse con alguien importante, aún en contra de ella. Pero así eran las cosas hace años. En las reuniones que hacían sus padres, más para buscarla marido que por distracción, le hacían tocase el piano, y hasta entonase alguna melodía con una bonita voz educada para la música.
Se casó, a remolque, pero terminó amando a su marido porque era un hombre bueno que la quiso mucho y la respetó más, pero murió demasiado pronto, dejándola viuda en plena juventud. Volvió a vivir con sus padres, pero ya no tenían autoridad para gobernar su vida, así que decidió vivir a su aire y disfrutar de la vida que antes no pudo, claro, una vez que se alivió el luto por su difunto.
Solía acudir a una chocolatería y allí reunirse con alguna amiga, y después, paseando, regresaba de nuevo a casa. En una mesa contigua, estaban dos parejas con las que había coincidido algunas veces, pero que hasta ese momento nunca se había fijado. Pero la última tarde que estuvo con sus amigas, algo llamó su atención, e hizo que girara la cabeza en dirección a donde estaban las parejas vecinas. Uno de los muchachos, de penetrantes ojos negros, la miraba fijamente. Miró a su alrededor porque no creía que fuese a ella a quién miraba: nunca le había visto antes. Pero no. Era a Celia a quién miraba sin importarle estar acompañado por otra bonita muchacha.
Recordaba que se ruborizó al comprobarlo, y que además sus amigas se dieron cuenta , buscando también ellas con la mirada qué era lo que había producido su sonrojo, hasta que dieron con el causante. Era un hombre que erguido la miraba insistentemente, y apoyaba su mano sobre un bastón con empuñadura de plata con la cabeza de un perro galgo. En voz muy baja, la preguntaron si le conocía. Ella negó con la cabeza.
- Nunca le he visto. En mi vida. No sé quién es. Seguro que piensa que soy otra persona, porque no lo entiendo.
Decidieron regresar a sus casas respectivas que no estaban lejanas unas de otras. La última era la de Celia. Intrigada no podía quitar de su cabeza la insistente mirada de aquel guapo hombre, y su fantasía volaba pensando en sabe Dios qué cosas.
Estaba a punto de llegar al portal, cuando unos apresurados pasos se pusieron a su altura: era el guapo mozo que la había seguido. Ella se asustó y aceleró sus pasos. Entró rápidamente en el portal algo asustada, pero ya en su habitación, discretamente, corrió los visillos de la ventan para ver si el intruso allí seguía. Y efectivamente, permanecía en la acera mirando en dirección al edificio, buscando quizás la iluminación en alguna ventana.
Pasaron los días, sin que nada alterase su pacífica vida, olvidando la anécdota. Pasó más de un año y un día en el periódico leyó el anuncio de compromiso de un indiano llegado de Cuba con una señorita de la buena sociedad de Madrid. Se fijó en la cara del hombre y entonces le reconoció: era el hombre de la chocolatería y el que la había seguido hasta su casa. Pero ¡ hacía tanto tiempo ! Y resultó que iba a casarse. Probablemente lo que buscaba era alguna novia y desconocía las costumbres para su búsqueda en la sociedad de la época.
Buscó ávidamente el nombre de la iglesia en la que se casarían y la curiosidad pudo más que nada y allí acudió el día y a la hora fijada para el enlace. A nadie dijo nada, ni siquiera a su mejor amiga y confidente. Estaba intrigada y pensó que había sido una lástima no haberse conocido, porque quién sabe...
- Es muy guapo - se dijo - Pero él no insistió y yo me asusté. Bueno, eso ya quedó en el olvido, pero iré y les veré casarse. Siento intriga por conocer quién será su esposa.Desde luego conocida no es, ya que lo hubiera visto en los Ecos de Sociedad del periódico.
Fue a la iglesia y se puso en uno de los bancos, cercanos al altar mayor desde el que no perdería nada de la ceremonia. Y pasado un buen rato, entró el novio dando el brazo a una señora, a todas luces debía ser la madrina. Se situaron a un lado del altar. Los acordes de una marcha en el órgano de la iglesia, anunciaba a todos, que la novia hacía su entrada en la iglesia del brazo de su padre y padrino. Celia se puso de pié para no perder detalle . Al hacerlo, el novio se fijó en su silueta y la reconoció; tuvo que darle un ligero codazo la madrina, para que fijara la vista en la novia que ya llegaba al altar.
Por un instante, sus ojos se cruzaron, fue un segundo, pero sintió que los de él parecía abrasarla. No sabía por qué pero se puso nerviosa. Ya iniciada la ceremonia, decidió salir de la iglesia; estaba azorada ¿ por qué ? ¿ qué significaba que él la mirase de esa forma ? ¿ la conocía y ella no lo sabía ?
Al llegar dió una excusa a sus padres y se encerró en su habitación. Tumbada en la cama, dejó volar su imaginación, pensando en mil historias que podrían haber dado lugar a lo que ella percibió en aquella iglesia. Pero todo fueron imaginaciones y quién sabe si ilusiones de su solitaria vida. No volvieron a verse, ni coincidir en ningún sitio, pero guardó en su memoria aquél recuerdo tan inquietante.
Suavemente una mano se posó en su hombro para despertarla:
- Celia cariño, tenemos que entrar. Está refrescando y es la hora de la comida. Apóyate en mi. ¡ ¿ Te habías quedado dormida ?- la dijo la enfermera
- Si, hija. ¡ Se estaba tan bien al solecito ! que me entró sueño.
Sentada en un sillón frente al televisor, todos seguían con interés una telenovela de mucho amor interpretada por actores colombianos. Unos dormitaban otros no perdían de vista la pantalla, y otros hablaban entre sí, pasando olímpicamente de la televisión. Celia estaba sentada frente a la puerta de entrada al salón y desde allí, vio que traían a un nuevo inquilino, ya que hasta entonces no lo había visto. Se puso las gafas para ver mejor y se quedó sorprendida. En una de sus manos portaba un bastón con la empuñadura de plata que era la cabeza de un perro galgo. El llevaba la cabeza baja y su pelo era blanco totalmente. Detrás venía una mujer de unos cincuenta años que parecía ser algún familiar. Se dirigieron a los ascensores y en uno de ellos entraron. Celia se levantó lentamente y fué en la misma dirección pero fijándose en el piso en que se detenía
- Tercera planta - dijo en voz baja-. Es una casualidad. No puede tratarse de la misma persona- se dijo.
No le bajaron para cenar, pero ella antes de retirarse a dormir, quiso preguntar a la enfermera que le había llevado la silla de ruedas, en qué habitación estaba. Y se encaminó a ella: la 302. Con los nudillos, suavemente llamó a la puerta, y desde dentro la respondieron:
- Adelante. Pase quién sea- contestaron.
Y entró, y ambos se miraron fijamente. Él la había reconocido y ella se convenció de que se trataba de la misma persona. Una luz de alegría iluminó la cara del anciano que permanecía sentado junto a la ventana viendo el jardín iluminado por las farolas
- ¡ Eres tú ! Con tanto como te busqué...- es lo que dijo la dijo.
- Perdona ¿ Nos conocemos ? ¿ Eres... ?
- Si, lo soy...
No dijeron nada más. Ambos sabían a quién se referían. Desde aquél día era Celia quién manejaba su silla de ruedas y juntos paseaban por la residencia, felices de haberse encontrado al cabo del tiempo. El la confesó que había estado enamorado de ella toda su vida, que aquél día quiso hablarla, pero que ella huyó de él y nunca volvieron a verse, hasta que en la iglesia se encontraron, cuando ya era demasiado tarde. Pero ahora la vida les había reunido dándoles una oportunidad, la última, pero sería el final más feliz de todos.
Autora: #1996rosafermu
Derechos de autor reservados.
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