Fidelidad

Era la última que quedaba en la Reserva cuando, Lua, fue adoptada.  En un principio iría destinada a una clínica veterinaria para a su vez poderla adoptar. Pero fue llevarla a casa y enamorar a sus habitantes. Tenía tres meses y era la perrita más bella que jamás vieron; cariñosa, juguetona, simpática como corresponde a un bebe perruno.

Pronto eligió a quién sería su ama: la abuela, y de ella no se separaba nunca.  Ella la sacaba a la calle, la daba su premio, la ponía su comida...  Se sentaba en el suelo junto a ella.  Se habían convertido en inseparables, y dormía en su colchón en  la misma habitación.

El tiempo fue pasando y los nietos formaron su propio hogar y la abuela y Lua, siguieron con su vida adelante, con su misma rutina. Era con quién la abuela mantenía largas conversaciones, ya que por los trabajos, la familia tardaba en visitarla.  Pero la fiel Lua, siempre estaba con ella.

Una noche se mostró inquieta sin saber por qué. Ese día la anciana no lo había pasado muy bien: había dormido mal y no tenía apetito.  Su cabeza daba vueltas a base de mareos y perdía el equilibrio. Contaba a su fiel amiga lo que la estaba ocurriendo y en ella se apoyaba hasta llegar al teléfono.  Un teléfono puesto por su familia de asistencia social para que acudiera a él en caso de necesidad.  Y ese día lo era.

Lua daba vueltas a su alrededor llorando inquieta porque presentía que algo no marchaba bien. La abuela se sentó en un sillón y consiguió apretar el botón que la conectaría con su asistente social. Después de saludarla y preguntarla lo que la ocurría, no podía explicarlo, las palabras se negaban a salir de su boca, pero los ladridos de Lua les alertaron de que algo extraño estaba ocurriendo.  Rápidamente fueron al domicilio y al entrar contemplaron a la perra sentada sobre sus patas traseras mirando a la anciana que tenía la cabeza recostada de lado y no respondía a las llamadas.   Lua lloraba constantemente sin separarse de ella. La trasladaron en la ambulancia, pero nada pudo hacerse por ella: un derrame cerebral había terminado con su vida. 

  Avisaron a la familia que de inmediato se personaron en el hospital.  Sólo pudieron despedirse de ella.  lloraban abrazados unos a otros reprochándose mutuamente la soledad en la que la habían dejado, pero ahora todo daba igual.  Y de repente uno de ellos se acordó de Lua ¿ dónde estaba ? Ninguno se encontraba con fuerzas para ir a casa de la abuela y recoger sus cosas poniendo todo en orden.

Por fín, después del entierro decidieron que alguien tenía que hacerlo, además Lua necesitaba comer, beber agua y salir a la calle.  Al entrar en la vivienda, les sorprendió el silencio, demasiado silencio. Y lo más extraño de todo: la perra no salió a saludarles.  Comenzaron a llamarla, pero tampoco acudía . " Seguro que está en casa de la vecina ", pensaron.  Pero al entrar en el salón, salieron de dudas:  junto al sillón en que la abuela se sentaba, tumbada en el suelo, estaba Lua.  Había seguido a su ama y ahora las dos, reían felices en ese cielo especial que los perros tienen con sus seres más queridos.



Autoría:  1996rosafermu
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